_aquí

¡Hola! Soy Pedro J. Acuña. Acá puedes leer los textos que he publicado hasta el momento y bajar mis libros. Todo está con licencia LEAL-A, así que puedes usar lo que necesites sin problema.

El texto de abajo se escoge de manera aleatoria entre los que están en la página.

Del libro: _la compañía de las liendres

_los asesinatos de octubre

Te tardas 14 minutos en leer esto

Llovía y la ciudad se convirtió en una película en blanco y negro. La que manejaba era Elba, la fotógrafa que escogió Gómez para esta investigación. Daba las vueltas demasiado cerradas y respetaba los semáforos al azar. Yo no quería morir y menos en un accidente automovilístico. En mi cabeza flotaba el sobre lleno de fotografías que venía junto con el archivo de Los asesinatos de octubre: close up a un saco, con un pin de smiley; un grafiti de un smiley; el tablero de un taxi con una calcomanía de smiley; un árbol con un smiley grabado en la corteza; el collar de un perro con un smiley, un espectacular enorme de un smiley en Avenida Central.

Setenta y dos de ellas y ni un solo rostro, como si el mundo donde se tomaron fuera una copia de éste, desierta de humanos: ciudades fantasma con cientos de departamentos vacíos, miles de asientos de metro desperdiciados, millones de cervezas sin abrir.

Se las enseñé al editor en jefe. Me dijo que eran tonterías de Gómez, que ya estaba chocheando e igual y esos pines y calcomanías eran su pasatiempo y que no les hiciera mucho caso. Elba no las conocía hasta que se las mostré. Las revisó a conciencia. Me las devolvió con cara de hartazgo.

—Gómez era raro —dijo.

Encendí un cigarro. Elba pidió una fumada. Cuando se lo pasé, me tembló la mano. Lo colocó en el borde de sus labios y sonrió mientras sacaba el humo por la nariz.

Por la onda corta, nos enteramos de la dirección: un edificio de departamentos estandarizados, con pocas ventanas, techos bajos y paredes de tablarroca. La víctima, como todas: un hombre blanco clasemediero, de entre 30 y 45. Elba se encargó del dinero del guardia; yo, del sargento. Nos dimos prisa antes de que llegara el oficial; no traíamos para ese tipo de soborno.

Piso siete, apartamento dos. Aunque ya había visto fotos de las víctimas del Ciudadano Universal, era muy distinto estar en vivo. Se sentía la sangre coagulada bajo los pies y el olor de la carne se pegaba en la cara. Si cerrabas los ojos e imaginabas que era un rastro, hasta te podría dar hambre.

El cuerpo: el intestino salía del tórax y coronaba la cabeza cual turbante. Le había forzado los ojos para que vieran hacia su nariz. El asesino era un maldito humorista.

Elba escupió un rollo y medio de flashazos. Carraspeó durante toda la sesión.

Gómez y yo no éramos cercanos. Me molestaba su forma de ver el periodismo, como si hubiera una verdad y debiéramos hacerla pública. El punto es vender y si hay que maquillar las notas, bienvenidos el rímel y el labial. Nuestro trabajo es hacer creer a nuestros lectores en la objetividad, aunque todos sabemos que escribimos lo que ellos quieren. Cero ideología; esto es negocio duro.

La verdad. Me fastidiaba que Gómez la usara de estandarte, que se creyera el acólito de un fantasma. Me pregunto por qué me heredó la investigación.

El archivo tenía recortes de otros periódicos, teorías de quién era el Ciudadano Universal, un mapa con cinco equis rojas (los últimos asesinatos), entrevistas mecanografiadas, una lista de contactos y las fotografías. Un paquete completo y exprés para el detective frustrado que terminó de periodista.

A Gómez se le ocurrió eso de Los asesinatos de octubre y del Ciudadano Universal. Los lectores quedaron fascinados porque sonaba como una película de los Almada o de Clint Eastwood. Para Gómez, se trataba de darle una traza de identidad al asesino en serie más enigmático desde el Zodiac Killer. No se debía pensar en él como en un demonio. Al menos un nombre nos recordaba que el asesino era humano y que se le podía atrapar.

La cuenta oficial eran quince víctimas. Según el archivo de Gómez, iban más de treinta. El Ciudadano Universal no respondía muy bien al patrón de Ressler: metódico pero no predecible, el acomodo humorístico de los cuerpos era un esquema más que una marca personal. Algunos periódicos mostraban pudor y recortaban las fotografías de manera que no se notara. Gómez pugnó para que en el nuestro el encuadre se respetara siempre. Llevábamos semanas de portadas desternillantes y terribles.

En un mes, vendimos más que los cinco años anteriores juntos.

El teléfono de mi escritorio sonó.

—¿Viste las fotos? —dijo Elba.

—Sí.

Eran las dos de la mañana. Me había dejado las pruebas en el cuarto oscuro desde las diez de la noche.

—¿Ya lo sentiste? —preguntó.

—¿Qué?

—No sé. Tengo una sensación extraña cuando veo las fotos. Me da miedo ese cabrón.

—Estás cansada nada más.

Colgó. El cadáver, otro hombre caucásico, portaba su hígado hecho tiras como mutton chops. Sonreía y entrecerraba los ojos, cuencas vacías y negras.

Mi café tenía ceniza. Me di cuenta hasta el tercer trago.

Ver un riñón humano bajo la lluvia no es para estómagos ligeros. El asesino fue puntilloso. Mientras Elba disparaba, traté de seguir la descripción del perito.

“Individuo masculino, treinta y cinco aproximadamente. En posición genocubital, trauma craneal severo. La base de la espalda muestra dos lesiones ovoides profundas. Epidermis, dermis, grasa y músculo, retirados quirúrgicamente en esas dos lesiones. Un riñón ausente. El otro, externo. Con dos elementos de bonetería. Simulan ojos. Tiene una sonrisa dibujada con algún material de color amarillo; posiblemente marcador. No mames”. Me pareció necesario anotar la última parte.

El séptimo que nos tocaba en tres semanas.

Regresamos a la camioneta. Decidí apagar la onda corta y prender el am. Necesitábamos silenciar el mundo un rato. Elba condujo con decencia. Nos atoramos en un inexplicable tráfico de medianoche. Sonó un vals en el radio; se oía que la grabación era mala y vieja. Había más ruido que violines. Elba habló.

—¿Nunca quisiste ser astronauta?

—Todos los niños quieren eso. ¿Tú no?

—Tenía planeado estudiar ingeniería y luego irme a la Roscosmos, la NASA soviética. Pero mi papá no me dejó, así que me conformé con estudiar periodismo. Ahí me gustó la foto y me di cuenta de que era buena. Mi gran fotorreportaje iba a ser sobre Laika, el primer ser vivo fuera del planeta. Bueno, de éste por lo menos. Laika era callejera, un ingeniero de la RKA la encontró recién nacida junto a sus hermanos en el frío de Leningrado. La llamó Kudryavka; Laika es el nombre de la raza. El ingeniero la entrenó durante meses para ser el primer cosmonauta de la historia. A los pocos días se dieron cuenta de que nunca ladraba: creyeron que era muda. Los soviéticos planearon desde el principio que el Sputnik II no regresaría a la Tierra. Orbitaría y sería un ataúd espacial, un eco de información sobre los efectos de la microgravedad en un organismo vivo. El lanzamiento fue un 3 de noviembre. Una semana antes, el ingeniero llevó a Kudryavka a su casa. Le dio de comer estofado de papas y dejó que durmiera en la cama de sus hijos. La mujer le enseñó a dar la pata y le puso un apodo: Kurchavvy, “Rizadita”. Kudryavka murió por sobrecalentamiento minutos después de romper la atmósfera; u orbitó viva durante semanas, depende de quién cuente. Dicen que movió la cola cuando la subieron a la cabina del Sputnik II y ladró una vez, un ladrido corto y fuerte; luego se quedó quieta, con la vista fija en los controles.

—¿Para qué me cuentas esto?

—Con Gómez a veces platicaba de cosas así. Tal vez me siento como Kurchavvy: condenada a orbitar. Tal vez todos somos una perrita que morirá quemada en una cabina de uno por uno. Lo único que nos queda es una semana de cariño antes de lo inevitable.

Llegamos a mi departamento. Cuando abría la puerta del edificio, Elba gritó.

—Hoy es 27 de octubre.

Era el aniversario de la primera víctima del Ciudadano Universal y de la llegada de Laika a un hogar.

Otro asesinato: el cuerpo estaba acomodado como si hiciera yoga, boca arriba y con la espalda arqueada; sólo que éste no tenía genitales y su cabeza quedó en el cuarto contiguo.

Siempre pensé que la muerte era roja, que la sangre robaba el foco. O eso parece cuando uno ve fotografías comunes de asesinados. Pero las de Elba eran distintas; tienen una especie de intención oculta en sus encuadres y sus composiciones: son descuidadas, cortan los objetos como si fuera un trabajo de aficionado y no respeta las líneas naturales del entorno, pero eso hace que se muestren otras cosas.

Una de las fotos del cadáver yogui lo toma en picado a unos 45 grados; se aprecia el corte horizontal del cuello y las distintas capas: hueso, músculo, tendones y grasa. Grasa amarilla. Al morir, la piel humana pierde flexibilidad, se pega al cuerpo como si quisiera mantener la vida asfixiándola. Por eso, los cadáveres siempre parecen a punto de reventar. La piel se vuelve traslúcida y la grasa se asoma sin timidez desde el interior. La sangre se seca, pasa del rojo al negro y se pierde en el fondo. El amarillo nunca desaparece, se abrillanta con el tiempo.

Eso es la muerte: un lago de cuerpos amarillos.

Elba volvió al descuido tras el volante, sólo que ahora menos cínica, más suicida, tal vez. Mientras se pasaba un semáforo en rojo y casi nos impacta un camión de basura, la observé. Estaba tranquila. No me tensé tampoco por la maniobra. Me miré en el espejo lateral; también yo lucía suicida.

Me preguntó si quería cenar. Compramos un par de tortas y cafés con leche en un restaurante 24 horas. Las pedimos para llevar. Sin decir una palabra, Elba enfiló hacia el mirador, un terracilla al lado de la carretera urbana que se aleja de la ciudad por el norte. Nos estacionamos. Bajamos. Nos recargamos sobre el barandal y sorbimos nuestros cafés lo más discreto posible. Esperábamos ver luces y diminutos autos que se movieran entre la ciudad como si fuera una maqueta. Lo único ante nosotros era borroso y opaco. Saqué un cigarro y Elba lo encendió con un cerillo de madera. Sacó una grapa de su bolsillo. Trituró un poco de coca y me ofreció. Rumié un no.

Se hizo tres líneas sobre un espejo, me pidió un billete de veinte; aspiró dos por la fosa derecha y una por la izquierda. Encendió otro cigarro. Me lo pasó.

—La coca está mal vista porque te tienes que agachar para consumirla —dijo mientras sorbía con fuerza—. No es como el alcohol, que cuando tomas, alzas los ojos, ves el cielo, o el techo de la cantina, si quieres. En fin, lo que haces es elevarte. La coca te humilla, necesitas rendirle reverencia, un gesto de pequeñez personal frente a ella. Pero eso molesta a la gente: aunque vivamos de rodillas, a nadie le gusta aceptarlo. Te dirán que son unos chingones, que todos están fregados menos ellos. Siempre tendrán una excusa para sentirse superiores: sus hijos o lo bien que se ven. Como si la belleza fuera un mérito. Tal vez algo así le pasa al Ciudadano Universal: vive igual de humillado que nosotros y su engaño lo refuerza al matar gente.

—¿Por qué crees que Gómez nos dejó esas fotos? No nos han ayudado en nada.

Elba se detuvo a pensar. El humo le subía por la cara.

—No sé. Igual y no las dejó por alguna razón. Digo, no es que sean la clave de los asesinatos. Tal vez sólo son un gesto entre él y nosotros, como cuando te saludan en la calle y no puedes recordar de dónde conoces a esa persona o si la conoces siquiera. Pero la sonrisa es cálida. Es un puro momento de cercanía.

—Algo tiene que haber. ¿A ti no te dicen nada? La técnica o la luz.

—Nada.

Nos quedamos viendo la ciudad. Durante un rato me pregunté si debía abrazarla.

Decidí tomarme una semana de vacaciones. Lo único que hice fue ir al cine, comer cereal y masturbarme. Llegué el lunes a las once y ya había un sobre manila en mi escritorio. A la víctima la encontraron en su departamento cuando empezó a apestar. Lo habían destazado y su piel hacía las veces de alas de murciélago. Colgaba del tubo del baño y su rostro se congeló en una carcajada.

Una de las fotografías no era de la escena del crimen: claroscuro pronunciado, salía Gómez en primer plano, soft focus; miraba hacia la cámara feliz, satisfecho, con las manos unidas por la espalda. En la parte trasera, también borrosa, Elba, con su cabello esponjado de siempre y sin cepillar, miraba a Gómez con tranquilidad. Al lado de ella había un espejo que reflejaba una sombra, alta y delgada; esa sombra tomó la fotografía. El flash le ocultaba la cabeza.

No había nadie en el cuarto oscuro. El editor me dijo que Elba había renunciado en cuanto terminó de revelar el rollo de la noche anterior. Pensé en enseñarle la foto de Elba y Gómez. Al final, decidí guardarla para mí.

Me asignaron otro fotógrafo. Apenas si intercambiábamos monosílabos en los trayectos. La camioneta de prensa me hacía sentir incómodo y triste.

Tenía cerca de trescientas cincuenta fotografías que Elba disparó. Era una injusticia que ya no salieron en la primera plana, que estuvieran destinadas al archivo y, por lo tanto, al olvido. ¿Quién quiere material de nota roja de hace tres días? Esas fotos, lo terrible que reflejaban, debían ser vistas. Pensé incluirlas en mis nuevos artículos y arriesgarme al despido.

En mi casa, con insomnio, veía durante horas la foto de Elba y Gómez. Buscaba algún tipo de pista para encontrarlos y que me explicaran algo. Lo que fuera.

Recordé una conversación que tuve con Elba en una cantina. Un viejo con ropa deportiva había sacado a bailar a una chica que le llevaba casi dos cabezas. El hombre recargaba su sien derecha en el pecho neumático de la mujer, mientras ella le acariciaba el cabello. Si no fuera porque el viejo la tomaba de las nalgas, podrían haber pasado por padre e hija. Le pregunté a Elba cómo era Gómez.

—Me enseñó un puesto de tortas cubanas que se venden por kilo. La primera vez que fuimos, pidió una de dos kilos y me dio la mitad. No se acabó la suya hasta que yo terminara la mía. Supongo que fue un gesto de solidaridad, como si dijera: “Si te quedas con hambre, aquí hay”. Hablaba mucho cuando debía, cuando negociaba con los policías y con los editores. Pero ya en la camioneta, con la onda corta en vez del radio, a veces cerraba los ojos. No se dormía; dejaba que el ruido de la ciudad lo inundara. Era buen tipo Gómez.

—¿Sabes dónde vive? Podríamos irlo a visitar.

—Un día llegué al periódico y ya no estaba. A media tarde me presentaron contigo y me dijeron que teníamos que trabajar juntos. Gómez y yo sólo éramos colegas. Nunca se me ocurrió preguntarle su dirección.

La pareja comenzó a besarse y algunos borrachos chiflaron. La mujer llevó al viejo a la barra y lo sentó en sus piernas. Parecía un muñeco de ventrílocuo que toma Presidente campechano. Pedimos tres cervezas más.

—Podríamos preguntar en Recursos Humanos. Seguro tienen la dirección en su contrato.

—¿Para qué? Los dos sabemos que Gómez no está en su casa.

Gómez había huido de esto. Elba también. De ellos sólo me quedaba una foto. Tal vez también era lo único que quedaba de mí.

Era mediodía cuando nos avisaron de otro asesinato. Me tardé veinticinco minutos en prepararme un café. No sentía urgencia de llegar.

La escena era similar a las demás y también más terrible: era la acumulación de los hombres que el Ciudadano Universal había asesinado. Pero también eran todos los seres humanos muertos, los de hace dos semanas y los de hace trescientos años. La suma de los caídos de la historia.

Me dieron náuseas pero no quería vomitar enfrente de ningún policía.

El fotógrafo se acercó y me dijo que en la guantera traía un whiskey. Le di las gracias. Creo que nunca había visto muy bien su cara. Tenía los ojos café claro. Entré a la camioneta. La onda corta estaba encendida. Se oían claves policiacas, patrullas, alarmas: la ciudad resumida en ruido.

Una claridad interrumpió.

—¿Aldo?

Un poco más ronca de lo que recordaba pero la voz de Gómez me había llamado desde las bocinas de la camioneta.

—¿Aldo? ¿Cómo te va? Mira, mejor no nos quedamos hablando tonterías. Ya estamos acá, Elba y yo. Te esperamos.

Saqué la fotografía de mi bolsillo. Ahí estaban ellos dos, juntos y felices.

—Elba quiere preparar tortas cubanas y yo voy por unas Tecate. Tú quieres León, ¿no? Sólo apúrate porque ya andamos con hambre. Oye, no te preocupes, todo va a estar bien.

No había prestado suficiente atención a la tercera figura. Asumí que era un amigo de Elba y de Gómez. No tenía pruebas pero de alguna manera me convencí de que lo era. En ese momento supe que yo sostenía la cámara en la foto; me di cuenta porque traía la misma camisa y los mismos tenis que hoy. Por alguna razón la había tomado y no lo recordaba. ¿A qué hora los había visto? ¿Dónde nos habíamos citado? La foto parecía tomada a media tarde.

—Por cierto. No te preocupes —remató Gómez—, también vimos smileys al principio; ya que cambian, te das cuenta. Por eso les mandé las fotos, aunque Elba se dio cuenta más rápido. Pero acá platicamos. Apúrate que se van a calentar las cervezas.

Scroll al inicio